viernes, 22 de julio de 2011

La última cena.


Jack entró a casa despues de una larga noche de hospital. Llevaba una maleta rosa apagado, desgastada en las esquinas, no era su maleta. Subió las escaleras y llegó a aquel cuarto. Había papel pintado en las paredes y los muebles tenían el olor que siempre tuvieron. Jack había crecido con ese olor, era como el olor de las vitrinas del salón, donde guardaban la cristalería que nunca usaban, pero sin embargo cada tres o cuatros meses se limpiaba concienzudamente. Olía como el salón que nunca se abría, excepto para las visitas, todo olía a ella. Abrió cuidadosamente la maleta y comenzó a sacar su ropa, nunca le había parecido ropa bonita, ahora le parecía preciosa, todo olía a ella. Una casa enorme, donde generaciones habían jugado y crecido por sus enormes pasillos, los peldaños de las escaleras de madera vieja se habían llevado trocitos de las rodillas de los niños, tan bonitos recuerdos, recuerdos que ahora le atormentaban. Dobló la ropa en una esquina de la amplia cama, siempre perfectamente hecha, sin excepción, en esa casa siempre fue importante hacer bien la cama. Bajo la ropa en la maleta, descubrió unos paquetes de galletas saladas, los favoritos de ella, los había llevado para los ratos muertos cuando estuviese ingresada, todas estaban sin abrir. Sacó con los ojos encharcados los dulces y vió que debajo había un sobre, en el que ponía "Para Jack". Lo abrió, sacó un papel practicamente en blanco, solo había una frase escrita: "Sé un buen chico, te quiero". Jack rompió a llorar, por un querer que siempre estuvo allí, un amor incondicional y el mas puro que jamas pueda existir. Se lamentó por las veces que no fue ese buen chico, por los golpes que se buscó y las tiritas que ella siempre le puso, tiritas de todas las clases. Rezó. Él no creía, pero rezó, porque ella sí que rezaba. Dios, acógela y dale todo lo bueno que ella siempre quiso para mí. Jack cerró la maleta vacía y metió la ropa en el armario. Bajó a la cocina, preparar algo le distraería, pensó mientras abría la nevera. Y cómo no, ella lo había pensado ya todo. Tres minutos en el micro y tenía ante él una excelente cena, la última cena que se llevaría a la boca, hecha para él, igual que durante toda su vida, a su gusto, por su madre.

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